12 nov 2011

El temple (por Gregorio Corrochano)


El temple pone de acuerdo al movimiento del toro que embiste y el movimiento del hombre que torea. Se templa el instinto con el instinto; para torear hace falta temple. Temple en capote y muleta que se lleva al toro; temple en el brazo que torea; temple en el hombre que torea con el brazo; para torear hace falta ser muy templador. Acaso el temple no esté bien definido y pueda confundirse con la lentitud.

El temple depende del toro, como todo lo que se hace en el toreo. Si no van de acuerdo el movimiento del toro y la mano del torero, no hay temple, aunque haya lentitud.  Tanto se falsea el temple por torear rápido como por torear lento. Si se torea con rapidez, si se lleva el instrumento de toreo a más velocidad del temple del toro, éste puede perder o variar el objeto de su codicia, modificar la cometida, destormarse si iba toreado, y hasta rematar en el bulto. Lo menos que puede acontecer es que la suerte se malogre, no se remate y, por tanto, no se ligue el toreo. Si se torea con lentitud, si se lleva el instrumento de toreo a menos velocidad del temple del toro, éste derrota don de alcance el capote o la muleta, y allí termina la suerte, que no es donde debe terminar.

Para torear hay que citar en su sitio- la codicia con la distancia, y acompasar el movimiento –acompañar- a la bravura y a los pies del toro, conservando las distancia para que no enganche. Ni con más rapidez ni con más lentitud: con temple. Que una vez podrá parecer rápido si es rápido el toro; y otra vez parecerá lento si el toro es lento, sin codicia, sin poder y sin ganas de pelea. Esto es el temple en el toreo.

Decíamos días pasados de la necesidad, la eficacia y el mérito de ligar las faenas, los pase de una faena. Para conseguirlo hay que torear con temple. La mayor parte de los enganchones y los desarmes son debidos a que por falta de temple, el toro derrota antes de terminar la suerte. Cuando la suerte no carga y se remata en su sitio, es inevitable que el torero se enmiende, y al enmendarse, los pases sueltos, no se ligan,
porque cada pase es el comienzo de una faena que no se sigue, que se interrumpe, porque como no se lleva al toro toreado hasta donde debe ir, no derrota donde debe derrotar, y la faena se corta. Esas salidas
jactanciosas de la cara del toro, mirando al tendido, son enmiendas para irse del toro, donde no se estaba muy tranquilo, y que el público aplaude porque hemos quedado en que le gustan mucho los retales. En el toreo como en el comercio se hacen verdaderas reputaciones y fortunas con los saldos. Además de todo lo apuntado, son causas de faenas atropelladas los defectos del temple. Cuando el torero es toreado por el toro, cuando no se acoplan, cuando no se entienden, es que tienen temple distinto. No desconocemos que hay toros difíciles de temple. Pero todo depende del temple del torero y del temple del hombre. Si queremos buscar un ejemplo que aclare las definiciones y conceptos tenemos que recurrir a Juan Belmonte. Toro el toreo de Belmonte está tejido con temple. No es que Belmonte inventara el temple (no habíamos llegado a la época de los inventos), es que lo practicó y prodigio con tantos toros, de una manera tan visible, que hizo posible hacer pasar toros que a otros no pasaban.  Esto fue lo revolucionario de su toreo; el temple. Nada más. Pero éste nada más encierra mucho temple en la mano, mucho temple en el ánimo. Apuntarlo, toreros.

Todos los toros, por mansos que sean, ponen un empuje, una fuerza inicial en la arrancada. Aún por instinto, por defenderse, por quitarse el trapo con que le hostigan, todos los toros embisten algo. Lo difícil es
aprovechar “ese algo”, esa pequeña cantidad de esfuerzo para dar el pase. La mayor parte de los toros que no pasan es porque en su débil acometida por falta de bravura o por falta de poder pierden el objeto por
la violencia con que el lidiador les separa capote o muleta. Belmonte, con su temple, es el que evitó decir más veces a los críticos de su época: “el toro se queda y no pasa”. En si pasaba o no pasaba el toro se fijaban mucho aquellos críticos, porque esto es más importante que la inspiración.  Aun en el toro que pasa hay matices. Toros que pasan con facilidad y toros que pasan obligados. Este toreo tiene más calidad, y más técnica, y más riesgo. No es lo mismo “pasar”, que “obligar a pasar”, que “ver pasar”. En lo primero hay imperativo, mando, que no debe confundirse con el contemplativo “ver pasar”, aunque acuse  tranquilidad.

El toreo tiene una finalidad y no nos cansaremos de repetirlo: dominar al toro, y al toro no se le domina nada más que cuando la muleta tiene el mando de la mano del torero. Con la muleta bien mandada se torea tan limpiamente que el toro va por donde quiere el torero. (Hago excepción del toro de sentido, que modifica la arrancada y sorprende. Pero si se ha visto el toro, debe estar prevenido y no hay excepción). Esos toros que después de muchos pases, algunos muy aplaudidos, llegan “crudos” al momento de la estocada, sin dominar, son los toros que no se han toreado bien, que no se les ha hecho faena, a pesar de los muchos pases, porque el matador, más atento a buscar oportunidad a la monserga de su invención, ha descuidado todas las normas del toreo y ni ha mandado, ni ha templado, ni ha ligado; con lo que queda dicho que no ha toreado. Advierto que no rechazo los adornos, la gracia espontánea de los adornos, con que se resuelve un movimiento inesperado del toro, porque esto es adorno de visión torera, recursos de buen gusto. Lo que rechazo es el adorno reiterado, insistente, porfiador, premeditado, como base y norma del toreo, que ya deja de ser adorno para ser un estilo de dudoso gusto.
Ya tenemos al toro igualado en el sitio donde “tiene la muerte”. Ahora me doy cuenta de que como he puesto mi afición al día, tengo el estoque de madera. Voy a por el otro. Hagan ustedes y el toro el favor de esperar. No voy nada más que hasta la barrera. Vuelvo enseguida.

Gregorio Corrochano.
Publicado en ABC, 6 de julio de 1954

10 nov 2011

El último aliento de Dionisos

La corrida nos recuerda que la vida no es más que un punto de fuga hacia la nada, una mera oportunidad que se esfuma entre dos eternidades. La tauromaquia no representa la vida, es la vida, con su azar, con su tragedia, con su muerte... y con su felicidad. La tauromaquia celebra la vida porque es la vida misma lo que en ella ocurre, y al celebrarla, nos llena de felicidad, es decir, de belleza dionisíaca. No de belleza apolínea, observable, representable, sino de la belleza del dios Dionisos, aquella que embriaga al espectador hasta convertirlo en el propio artista, aquella en la que el hombre se siente pleno de poder y de belleza, es decir, de felicidad, porque siente satisfechos sus instintos, sus necesidades. Y ahora no me estoy refiriendo al instinto de comer.
Ahora me estoy refiriendo al instinto de jugar. De jugar en este caso con la muerte, de ponerse en peligro ya sea en primera o en tercera persona) para ocupar por un momento la línea abismal que separa la vida de la muerte, y que por ello vuelve a la primera más intensa que nunca. Sólo cuando tenemos certeza de la muerte podemos aspirar realmente a disfrutar con hecho de estar vivos, sólo ante el sinsentido de la muerte podemos entender y disfrutar la ausencia de sentido de la vida. El toreo es un arte dionisíaco, que nace instintivamente, como una pulsión muscular y vital irrenunciable, que celebra en cada lance el nacimiento de una tragedia, y que evoca a cada instante el final del Universo. Un arte con mayúsculas que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos en diversos y muy lejanos lugares del planeta, que cobija una complejidad y diversidad de estilos que lo colocan a la altura de cualquier actividad artística humana, la más hermosa, difícil y grandiosa de todas las bellas artes de las que tenemos conocimiento. También por todo esto siguen muriendo los toros. Porque la Tauromaquia es, a día de hoy, una de las escasas oportunidades que le quedan al hombre actual de recordarse a sí mismo, el último aliento de ionisos, una de las últimas tragedias en las que el ser humano comprende el sentido de la vida después de haber observado y comprendido el verdadero sentido de la muerte".

Fernando Sánchez vindel. La tauromaquia.


Visto en http://www.cormacarena.com.co/new/documentos/en_defensa/ultimoaliento.pdf

La experiencia dionisíaca a través del duende español.

 Uno de los equivalentes a Dionisos es el duende español. En una conferencia del poeta ibérico Federico García Lorca, titulada Juego y teoría del duende, éste nos expone de qué se trata el asunto. El duende es una noción fundamental para poder entender la cultura española. Él está presente en artes como la danza, la música y el canto flamencos, así como en las corridas de toros. Para explicarlo, Lorca hace un estudio de los factores que influyen a la hora de crear arte. Primero toma los conceptos de ángel y musa. El ángel ilumina al artista, vuela sobre él, "derrama su gracia, y el hombre sin ningún esfuerzo realiza su obra, o su simpatía o su danza"; el ángel lo que hace es ordenar, por lo que el artista queda subyugado y no tiene manera de "oponerse a sus luces". Por su parte, la musa dicta. Su poder no es tan fuerte, pues cuando ella se presenta lo hace con cierta distancia de por medio. Ella "despierta la inteligencia, () es muchas veces enemiga de la poesía, porque limita demasiado". Ambos factores, ángel y musa, vienen de afuera: el primero brinda las luces y la segunda provee las formas. Evidentemente, son apolíneos.

Pero el duende, en cambio, "hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre" para que emerja desde los sótanos del ser, vibre en la piel y finalmente se exteriorice, transmitiéndole tal emoción al espectador. Sin embargo, el duende aparece sólo cuando es propicio, no cuando el artista lo determina. No hay manera de encontrarlo intencionalmente, el duende es despótico y caprichoso en este sentido. Tampoco hay manera de explicarlo ni de describirlo, pues las emociones se viven, se conocen directamente desde la experiencia propia, no se aprenden en los libros. A propósito, López-Pedraza indica que "hay un Dionisos en nuestro cuerpo, que está esperando ser contactado y darnos acceso a la riqueza de sus emociones y sentimientos" Ante este inconveniente didáctico, García Lorca nos describe poéticamente sus experiencias dionisíacas a través del duende: "Sólo se sabe que quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo".

Para recrearnos desde el punto de vista de un espectador, el poeta español relata que, en una ocasión, "la cantaora andaluza Pastora Pavón, la Niña de los Peines (...) cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz de musgo" se aferraba de todo ángel y toda musa que estuviese flotando en el ambiente cargado de expectación, se valía de cuanto recurso académico tuviese al alcance. "Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados." La cantaora no encontraba ningún medio que excitase a la audiencia, la cual era tan variopinta como difícil. Agotada y rodeada de un silencio poderoso, penetrante, estremecedor, estoico Pastora Pavón terminó de cantar. En este momento, uno de esos hombrecitos "bailarines que salen de pronto de las botellas de aguardiente, dijo en voz muy baja <<¡Viva París!>>;, como diciendo: <>".

La reacción de la cantaora no se hizo esperar. Entonces, en un arrebato de locura, se levantó y "se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar, sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero con duende. (...) Tuvo que dejar a su musa y quedarse desamparada". Así, pues, un duende avasallador abrió las puertas del sótano más profundo de la Niña de los Peines y penetró en la tabernilla, para lanzarse desde aquella voz que pasó a ser "un chorro de sangre, digna, por su dolor y sinceridad", y que "hacía que los oyentes se rasgaran los trajes".

Otro ejemplo sorprendente relatado por García Lorca, es el de un concurso de baile, donde "se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachos con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza, y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo". Por otro lado, también nos afirma que "ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir". Y es que, como hemos visto en los dos ejemplos dados, y sumándolos al toreo, el duende aparece en las últimas instancias, pues está, como dionisíaco que es, fuertemente conectado con la muerte. Lo apolíneo, en este caso la musa y el ángel, o bien huyen o bien se lamentan ante la muerte, en cambio el duende lo enfrenta y, si no queda más, la disfruta como se disfruta el último sorbo de licor que aguarda en el culo de una botella, o como se disfruta, aún sin saberlo, el último beso que se le da a una amante. Todavía hay más, "el duende no llega si no ve posibilidad de muerte".
Ahora bien, el duende, lo dionisíaco, no se restringe a un círculo único, no se limita a ciertos tipos de arte; tales experiencias pueden presentarse hasta en la vulgar cotidianidad. Sin embargo, como es natural, las artes que más aplican a ellos son la música, la danza, el teatro y la poesía hablada. En un principio, la música y la poesía, al menos la escrita, pertenecían a lo apolíneo. Pero, entonces, éstas eran tan áridas como un tratado de filosofía o un texto de divulgación científica. Fue a partir la irrupción de lo dionisíaco cuando cobraron vida, ya que lo apolíneo se amalgamó con toda ese bagaje emocional propio de lo dionisíaco. Por ende, sea como sea, si lo dionisíaco no hubiese resurgido desde los intestinos griegos o no hubiese penetrado desde los pueblos bárbaros, ¿cómo podríamos concebir el arte hoy en día? Quizás sería como naufragar en la soledad de un desierto, en medio de una tormenta de arena seca, lejos de la más ínfima gota de agua aún en ese caso, ante el sufrimiento producido por el sol abrasador y por la inclemente sed, en el último suspiro de vida, seríamos llevados por una ola de locura sin poder oponer resistencia, asistiendo a una visión delirante coronada con un Dionisos en toda su mayestática embriaguez.

Visto en http://www.predicado.com/work.php?id=268273

Albert Boadella y los toros

Albert Boadella en el pregón de la feria taurina de Albacete en septiembre del 2011:
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1) Me gustan los toros porque exaltan la individualidad. Vivimos una fiebre de igualitarismo donde la singularidad, el valor, el sacrificio altruista o la excelencia profesional, se presentan como conductas en desuso fuera de los hábitos rentables del momento. Las masas marcan hoy la corrección práctica y colocan el prestigio en aquellas cosas que consideran a su propio alcance, o sea, al alcance de cualquiera.

2)La segunda razón del decálogo es porque los toros representan la más completa metáfora de la vida. Lo que acontece sobre la arena son los hechos esenciales que mueven nuestra existencia. La vida y la muerte, el dolor, el miedo, el valor, la belleza, la astucia, la prudencia y el arrojo, pero ante todo, el conocimiento y la inteligencia para actuar en el momento preciso. Exactamente como en la propia vida. 

3) La tercera razón de mi decálogo es que me gustan los toros porque no se trata simplemente de un espectáculo. Quizá esta afirmación pueda parecer sorprendente en un comediante pero habrán podido observar que siempre me he referido a la tauromaquia como un ritual. El torero está más cerca del sacerdote que oficia un sacrificio en la misa que de mis propios actores cuando representan una obra y tratan de ofrecer un espectáculo al público en este mismo teatro. 

4) El cuarto motivo de mi afición es porque los toros son pura poesía. Existe una confusión generalizada cuando atribuimos la poesía exclusivamente a unos escritos que ocupan la parte central de un libro dejando amplios márgenes a los dos lados. Es una visión muy parcial de la poesía. Una visión limitada estrictamente a lo literario. En especial, si tenemos en cuenta que todo arte ya es de por sí un acto poético. La esencia de la poesía significa que con los mínimos elementos se consigue la mayor emoción. Unos simples pigmentos mezclados con aceite para que Velázquez pintara las Meninas. Una pequeña caja de madera y unas cuerdas de tripa en las que Paganini interpretaba sus maravillosos conciertos de violín. Un trozo de mármol para que Miguel Ángel esculpiera La Pietá con una simple escarpa y el martillo. El espacio vacío de un escenario para que un actor, sin más artefacto que su cuerpo y la palabra, se convierta en personaje épico y nos traslade a otro insospechado universo.
Pues bien, esta misma pauta es empleada por el torero que con un sencillo trapo en la mano, solo, en el centro de la plaza, se enfrenta a un animal feroz de media tonelada. 

5) El quinto motivo es la condición efímera de una lidia. En una época en la que todo parece reproducible y la mayoría de las emociones son inducidas desde la electrónica o los satélites, el ritual taurino, una vez realizado en directo se convierte para siempre en memoria emotiva porque no es un arte perenne como la pintura, la escultura, la arquitectura o la escritura que pueden permanecer siglos conmoviendo. El torero solo posee una única oportunidad para llegar al público, su arte se quema en el preciso instante que aparece. Una u otra faena memorable la conservamos grabada en nuestros recuerdos más hondos porque sabemos que es única y aquello no se volverá a producir jamás de igual manera. Si hemos tenido la fortuna de presenciar una lidia memorable debemos considerarnos seres privilegiados...

6) El sexto motivo de mi afición es porque la tauromaquia se mantiene despegada de la moda. No sucumbe al frívolo complejo de modernidad que contamina hoy las artes y la sociedad en general. 

7) La séptima condición de mi fervor taurino es porque prima el mérito. La inducción al mérito y la excelencia han desaparecido de España en la mayoría de actividades. Son términos considerados ahora, entre los adeptos del sectarismo progresista, como algo de índole reaccionaria que se enfrenta al concepto de igualdad.

8) La octava razón es porque el ritual taurino venera la naturaleza. El toro es el único animal salvaje de Europa al que le ha sido respetado su espacio vital. Al resto, en mayor o menor proporción, el hombre ha ido invadiendo paulatinamente su terreno. 

9) El noveno motivo de mi decálogo es porque implanta una forma de pueblo soberano. Nada que ver con las artes escénicas donde el público es un mero observador. O bien, en los deportes, donde como máximo, las masas animan a su equipo pero amedrentan ferozmente el contrario y si tienen ocasión les lanzan objetos encima. En los toros el público es determinante para el éxito de una corrida. 

10) Finalmente, la decima y última razón de mi afición taurina es porque tenemos los anti taurinos. Comprenderán ustedes que un hombre sin enemigos es alguien de no fiar. Por este mismo motivo debemos considerar una suerte para los aficionados poseer adversarios que persiguen la desaparición de la tauromaquia. Ello nos obliga a reflexionar sobre las razones del apego a los toros y nos cuestiona en cada momento nuestra propia ética ante el sacrificio que se ofrece en la plaza. En última instancia, los taurinos siempre conservamos una ligera duda sobre la legitimidad de nuestra afición. Esta es la gran diferencia con los animalistas o taurófobos, los cuales no se plantean nunca la posibilidad de error en sus creencias.

La admiración en la plaza

[Razón 26]: La mayor emoción en la plaza: la admiración


¿Cuál es la principal y más grande emoción que un aficionado siente, como otros muchos espectadores ocasionales, en una plaza de toros? No es un gozo perverso o maligno, sino una emoción inmediata, tan carnal como intelectual, que se llama admiración. 
Admiración antes que nada hacia la bravura del toro: por su poder, por su incesante combatividad, a pesar de las heridas y por sus repetidas acometidas, a pesar de sus fracasos. Y admiración también hacia el valor del hombre, por su audacia, su coraje, su sangre fría, su calma, y su inteligencia en relación con el adversario. ¡Sí! Vamos a la plaza, por encima de todo, a admirar. Es el más sano y más delicioso de los placeres.





"50 razones para defender la corrida de toros". Francis Wolff